El cristianismo y más en concreto el catolicismo le da un valor añadido a la “cultura del esfuerzo”. Hace que el esfuerzo y el sufrimiento, que siempre están presentes en nuestra vida, adquieran sentido, tengan un valor adicional, a la vez que nos liberan de temores y de culpas
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Si alguna característica tuvo el debate en la opinión pública con
motivo de los atentados de Paris fue esa especie de culto que se rindió a la
libertad de expresión. Se dejó claro que existen unos límites, que son los
derechos de los demás, pero en la práctica también ha de haber mecanismos
judiciales que protejan los derechos de todos de una forma efectiva. La
libertad de expresión sin límites es una fuente de problemas, que se acrecienta
con la globalización y la carencia de leyes y Tribunales Internacionales que
protejan a todos.
Ante todo hay que decir que son condenables los atentados de Paris
y todos los actos violentos, entre ellos la muerte de 21 cristianos coptos de Egipto
en la playa de Trípoli y los 20 que han muerto en el atentado de Túnez a manos
del IS, y muchos otros más. Y son condenables los atentados y todos los actos
de violencia, porque hay algo en nuestro interior que nos dice que tratemos a
los demás como nos gustaría que ellos nos trataran a nosotros, o incluso mejor,
porque hay actuaciones que pueden herir más la sensibilidad de otros que la
propia. Nos encontramos también con que, ante los atentados y la violencia en
general, se acumula mucho dolor y se puede caer en la tentación fácil de polarizar
ese dolor hacia los que opinan diferente, hacia quien puede ser un adversario a
derribar.
Se ha afirmado que solo la ley puede poner límite a nuestros actos,
que lo único respetable son las personas y que las creencias religiosas deben
confinarse al ámbito estrictamente privado. Pero si hay algo que no nos queda
más remedio que creer, es que dentro de cien años no estaremos aquí, y de los
que estaban hace cien años no queda ninguno, y si cien años no es suficiente,
ciento cincuenta sí. Si hubiera alguna ley, de algún parlamento, que
dictaminara que vamos a seguir viviendo indefinidamente, y la ciencia a su vez
garantizara que el envejecimiento ha sido “derogado”, podríamos rendir “culto”,
además de a la libertad de expresión, a nuestros gobernantes, parlamentarios y
científicos. Pero hasta que eso ocurra prefiero pensar en el largo plazo y en
esa noción del bien y del mal que llevo en mi mismo y que veo que, cuando no
practico el bien, hay algo que se deteriora en mí y me cuesta más distinguirlo,
y cuando practico el bien, mi percepción del mismo se vuelve más nítida. Como
dijo un filósofo, el bien lo conoce mejor el que lo practica, y el mal lo
conoce mejor el que no lo practica. Cuando las leyes recogen y protegen el bien
común son una guía útil para todos, pero cuando tergiversan el bien con el mal,
como la ley que dice que el aborto es un derecho, hacen sangrar a la sociedad.
Hitler llegó al poder de forma democrática. Las leyes de la URSS purgaron
muchos millones de personas. El Estado Islámico está haciendo atrocidades.
Todo esto me lleva a pensar en la existencia de un Dios Bueno,
pero no como una idea vaga, una especie de “fuerza” al modo de “La guerra de la
galaxias”, sino un Dios con el que se puede establecer un trato personal y que
cuando te encuentras con Él, tus “miedos” desaparecen, aunque sigas inmerso en
las limitaciones que tienes, en “la cultura del esfuerzo”. A medida que a ese
Dios Bueno y Personal lo “aparcamos” y lo retiramos de la sociedad desaparecen
con Él, poco a poco, el bien, la verdad y la belleza, porque proceden de él; y
nos llenamos de “miedos”, supersticiones; y la presencia de otros “dioses” es
más tangible, porque el demonio, el ángel caído, también existe y su afán es
“usurpar” el puesto de Dios. Como alguien dijo alguna vez, el demonio es como
un perro atado, que sólo muerde al que se le acerca.
Decía una canción de los años setenta: “Salud, dinero y amor y el
que tenga estas tres cosas que le dé gracias a Dios”. Podríamos afirmar que
esto es lo máximo que puede ofrecer el estado del bienestar bien entendido.
Pero la salud se deteriora con los años, el dinero desaparece con las crisis económicas
y el amor, ahora mismo está en sus peores momentos y en peligro de sustitución
por el “flash del placer”.
La felicidad se escapa como el agua entre los dedos de las manos,
pero existe la paz interior en la que podemos distinguir varios niveles. La paz
de estar a bien contigo mismo, cuando haces el bien que debes hacer y evitas el
mal que no debes hacer. Requiere de la “cultura del esfuerzo”. Toda nuestra
vida requiere de la cultura del esfuerzo. Vivimos contra corriente, ahora más
que nunca. Aunque tenemos una idea del bien, el mal también nos seduce. Tenemos
una inclinación al mal, como si ya por nacimiento estuviéramos llenos de
troyanos, gusanos, spyware.
El cristianismo y más en concreto el catolicismo le da un valor
añadido a la “cultura del esfuerzo”. Hace que el esfuerzo y el sufrimiento, que
siempre están presentes en nuestra vida, adquieran sentido, tengan un valor
adicional, a la vez que nos liberan de temores y de culpas. Este valor añadido
que da el cristianismo a la cultura del esfuerzo hace que la paz interior que
le es propia a la cultura del esfuerzo, adquiera una nueva dimensión. Es la paz
interior del que busca hacer el bien para agradar a Dios, para hacer la
voluntad de ese Dios Bueno. Es una paz interior que puede no tener límites y es
compatible con el sufrimiento y el envejecimiento. Esta paz interior se
reflejaba muy bien en Juan Pablo II y ahí radicaba su gran poder de atracción.
Y para hablar de todo esto no se requiere la Fe religiosa, excepto
en este valor añadido que he afirmado que el cristianismo da a la cultura del
esfuerzo y alguna otra afirmación más, que se puede catalogar de “cultura
religiosa”. La mayoría de estas ideas son de Aristóteles, puramente
filosóficas, que después, el cristianismo ha sabido preservar por su aportación
al Bien Común. En palabras del Papa Francisco, “la moral cristiana
no es no caer jamás, sino levantarse siempre, … no condenar a nadie para
siempre y difundir la misericordia de Dios … salir del propio recinto para ir a
buscar a los lejanos en las periferias esenciales de la existencia”. Es la
Buena Nueva de la Fe Católica. El lector tiene también la oportunidad de
descubrir el inagotable mundo de la Redención y los Sacramentos.
Benedicto XVI manifestó que: “A
partir de la ilustración, la crítica de la religión ha sostenido reiteradamente
que la religión era la causa de violencia, y con eso ha fomentado la hostilidad
contra las religiones”. Y Manuel Guerra Gómez añade “Los representantes de las religiones reunidos en Asís en 1986 quisieron decir
que esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su
deformación y contribuye a su destrucción. Es verdad que el fundamentalismo
esclaviza a los hombres, pero tanto el religioso, como el laicista y el
ideológico pagano. Pero de suyo la religión en cuanto religión no es así, y
mucho menos el cristianismo, venerador del Dios Amor. Si alguna vez lo ha sido,
lo ha sido no por ser religiosos, cristianos sino por no haberlo sido
suficientemente”.