De pequeño
siempre me enseñaron que Dios no obliga nunca a creer a nadie. Siempre deja una
puerta abierta, para que el que no quiera creer, no crea. Y es que la
existencia de Dios no sólo es un tema de entender, de razón, sino que también
es un tema de querer, de voluntad. Pero si hay algo que no nos queda más
remedio que creer, es que dentro de cien años no estaremos aquí, y de los que
estaban hace cien años no queda ninguno, y si cien años no es suficiente,
ciento cincuenta sí. Si hubiera alguna ley, de algún parlamento, que
dictaminara que vamos a seguir viviendo indefinidamente, y la ciencia a su vez
garantizara que el envejecimiento ha sido “derogado”, podríamos rendir “culto”,
a nuestros gobernantes, parlamentarios y científicos. Pero hasta que eso
ocurra prefiero pensar en el largo plazo y en esa noción del bien y del mal que
llevo en mí mismo y que veo que, cuando no practico el bien, hay algo que se
deteriora en mí y me cuesta más distinguirlo, y cuando practico el bien, mi
percepción del mismo se vuelve más nítida. Como dijo un filósofo, el bien lo
conoce mejor el que lo practica, y el mal lo conoce mejor el que no lo
practica.
Todo esto lleva
a pensar en la existencia de un Dios Bueno, que cuando le tratas, su existencia
llega a ser cotidiana y común y todos tus “miedos” desaparecen, aunque sigas
inmerso en las limitaciones que tienes, en “la cultura del esfuerzo”. A medida
que a ese Dios Bueno y Personal lo “aparcamos” y lo retiramos de la sociedad
desaparecen con Él, poco a poco, el bien, la verdad y la belleza, porque
proceden de él; y nos llenamos de “miedos”, supersticiones; y la presencia de
otros “dioses” es más tangible, porque el demonio, el ángel caído, también
existe y su afán es “usurpar” el puesto de Dios. Como alguien dijo alguna vez,
el demonio es como un perro atado, que sólo muerde al que se le acerca.
La felicidad se
escapa como el agua entre los dedos de las manos, pero existe la paz interior en la que podemos distinguir varios niveles. La paz de estar a bien
contigo mismo, cuando haces el bien que debes hacer y evitas el mal que no
debes hacer. Requiere de la “cultura del esfuerzo”. Toda nuestra vida requiere de
la cultura del esfuerzo. Vivimos contra corriente, ahora más que nunca. Aunque
tenemos una idea del bien, el mal también nos seduce. Tenemos una inclinación
al mal, como si ya por nacimiento estuviéramos llenos de troyanos, gusanos,
spyware.
El cristianismo
y más en concreto el catolicismo da un valor añadido a la “cultura del
esfuerzo”. Hace que el esfuerzo y el sufrimiento, que siempre
están presentes en nuestra vida, adquieran sentido, tengan un valor adicional,
a la vez que nos liberan de temores y de culpas. Este valor añadido que da
el cristianismo a la cultura del esfuerzo hace que la paz interior que le es
propia a la cultura del esfuerzo, adquiera una nueva dimensión. Es la paz
interior del que busca hacer el bien para agradar a Dios, para hacer la
voluntad de ese Dios Bueno. Es una paz interior que puede no tener límites y es
compatible con el sufrimiento y el envejecimiento. Esta paz interior se
reflejaba muy bien en Juan Pablo II y ahí radicaba su gran poder de atracción.
Y si algo es
preciso para llegar a ese trato con Dios es actuar de acuerdo con aquello que
define nuestra naturaleza, nuestro modus operandi. Y ese algo es el decálogo.
Los diez mandamientos como los conocemos habitualmente, son de Ley natural,
nuestro manual de funcionamiento. Definen como ha de ser nuestro comportamiento
en libertad para que nos conduzca hacia el bien, la verdad y la belleza que es
dónde encontramos el Amor y la Felicidad que proceden y llevan a Dios.
Los tres
primeros mandamientos giran en esta órbita. Amar, respetar y dedicar parte de
nuestro tiempo y nuestra actividad en exclusiva a ese Dios bueno de quién
provenimos y que tiene las claves para llenar de sentido y de felicidad nuestra
vida. El cuarto mandamiento hace referencia al respeto a aquellos que nos han
transmitido la vida y el quinto al respeto a toda vida humana. El sexto y el
noveno están relacionados con la sexualidad, la familia y la forma de
transmitir la vida. El séptimo y el décimo con los bienes materiales que
necesitamos para vivir y el octavo con el respeto a la verdad, requisito básico
para la convivencia
Todos ellos
constituyen el cuerpo normativo, el manual de instrucciones de mínimos que nos
dicen como han de ser nuestros actos libres para encaminarnos hacia la verdad,
el bien y la belleza y a través de ellos llegar al amor y la felicidad; aunque
como hemos dicho antes, en esta vida se escapan como el agua entre las manos.
Este cuerpo
normativo es lo común a todas las religiones. Cuando la doctrina de una
religión o de una filosofía incumple de forma sistemática alguno de estos
mandatos queda incapacitada para llevar a Dios a aquellos que la practican y
adquiere matices de secta.
Una vez que
nuestro modus vivendi se desenvuelve acorde con nuestra naturaleza, la
percepción de Dios y la forma de tratarlo adquiere distintos niveles, siendo en
la religión Católica donde se da la plenitud de la Fe, porque se basa en el
conocimiento de Dios que Él mismo nos ha revelado y de la forma que Él ha
querido para nosotros.
El distinto conocimiento
de Dios que nos da cada religión es similar al conocimiento que podemos tener
de un personaje público según le conozcamos por fotografía, por televisión, por
haberle saludado, o por tener trato habitual con él cada día. Todas las
religiones que respetan los diez mandamientos permiten llevar al trato con
Dios, si bien la Paz Interior, el Amor y la Felicidad que se alcancen
será muy distinta en unas religiones que en otras y dependerá también de las
disposiciones interiores de cada cual.
En la segunda
parte analizaremos qué ocurre cuando se altera el “modus vivendi” del decálogo
y las vías que tiene el ángel caído, el gran usurpador, para ocupar el lugar de
Dios y cómo con él desaparecen el bien, la verdad y la belleza y aparecen el
dolor y el sufrimiento que le son propias.
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