domingo, 13 de marzo de 2016

LO COMÚN DE TODAS LAS RELIGIONES ES EL DECÁLOGO



 




De pequeño siempre me enseñaron que Dios no obliga nunca a creer a nadie. Siempre deja una puerta abierta, para que el que no quiera creer, no crea. Y es que la existencia de Dios no sólo es un tema de entender, de razón, sino que también es un tema de querer, de voluntad. Pero si hay algo que no nos queda más remedio que creer, es que dentro de cien años no estaremos aquí, y de los que estaban hace cien años no queda ninguno, y si cien años no es suficiente, ciento cincuenta sí. Si hubiera alguna ley, de algún parlamento, que dictaminara que vamos a seguir viviendo indefinidamente, y la ciencia a su vez garantizara que el envejecimiento ha sido “derogado”, podríamos rendir “culto”, a nuestros gobernantes, parlamentarios y científicos. Pero hasta que eso ocurra prefiero pensar en el largo plazo y en esa noción del bien y del mal que llevo en mí mismo y que veo que, cuando no practico el bien, hay algo que se deteriora en mí y me cuesta más distinguirlo, y cuando practico el bien, mi percepción del mismo se vuelve más nítida. Como dijo un filósofo, el bien lo conoce mejor el que lo practica, y el mal lo conoce mejor el que no lo practica.

 

Todo esto lleva a pensar en la existencia de un Dios Bueno, que cuando le tratas, su existencia llega a ser cotidiana y común y todos tus “miedos” desaparecen, aunque sigas inmerso en las limitaciones que tienes, en “la cultura del esfuerzo”. A medida que a ese Dios Bueno y Personal lo “aparcamos” y lo retiramos de la sociedad desaparecen con Él, poco a poco, el bien, la verdad y la belleza, porque proceden de él; y nos llenamos de “miedos”, supersticiones; y la presencia de otros “dioses” es más tangible, porque el demonio, el ángel caído, también existe y su afán es “usurpar” el puesto de Dios. Como alguien dijo alguna vez, el demonio es como un perro atado, que sólo muerde al que se le acerca.

 

La felicidad se escapa como el agua entre los dedos de las manos, pero existe la paz interior en la que podemos distinguir varios niveles. La paz de estar a bien contigo mismo, cuando haces el bien que debes hacer y evitas el mal que no debes hacer. Requiere de la “cultura del esfuerzo”. Toda nuestra vida requiere de la cultura del esfuerzo. Vivimos contra corriente, ahora más que nunca. Aunque tenemos una idea del bien, el mal también nos seduce. Tenemos una inclinación al mal, como si ya por nacimiento estuviéramos llenos de troyanos, gusanos, spyware.

 

El cristianismo y más en concreto el catolicismo da un valor añadido a la “cultura del esfuerzo”. Hace que el esfuerzo y el sufrimiento, que siempre están presentes en nuestra vida, adquieran sentido, tengan un valor adicional, a la vez que nos liberan de temores y de culpas. Este valor añadido que da el cristianismo a la cultura del esfuerzo hace que la paz interior que le es propia a la cultura del esfuerzo, adquiera una nueva dimensión. Es la paz interior del que busca hacer el bien para agradar a Dios, para hacer la voluntad de ese Dios Bueno. Es una paz interior que puede no tener límites y es compatible con el sufrimiento y el envejecimiento. Esta paz interior se reflejaba muy bien en Juan Pablo II y ahí radicaba su gran poder de atracción.

 

Y si algo es preciso para llegar a ese trato con Dios es actuar de acuerdo con aquello que define nuestra naturaleza, nuestro modus operandi. Y ese algo es el decálogo. Los diez mandamientos como los conocemos habitualmente, son de Ley natural, nuestro manual de funcionamiento. Definen como ha de ser nuestro comportamiento en libertad para que nos conduzca hacia el bien, la verdad y la belleza que es dónde encontramos el Amor y la Felicidad que proceden y llevan a Dios.

 

Los tres primeros mandamientos giran en esta órbita. Amar, respetar y dedicar parte de nuestro tiempo y nuestra actividad en exclusiva a ese Dios bueno de quién provenimos y que tiene las claves para llenar de sentido y de felicidad nuestra vida. El cuarto mandamiento hace referencia al respeto a aquellos que nos han transmitido la vida y el quinto al respeto a toda vida humana. El sexto y el noveno están relacionados con la sexualidad, la familia y la forma de transmitir la vida. El séptimo y el décimo con los bienes materiales que necesitamos para vivir y el octavo con el respeto a la verdad, requisito básico para la convivencia

 

Todos ellos constituyen el cuerpo normativo, el manual de instrucciones de mínimos que nos dicen como han de ser nuestros actos libres para encaminarnos hacia la verdad, el bien y la belleza y a través de ellos llegar al amor y la felicidad; aunque como hemos dicho antes, en esta vida se escapan como el agua entre las manos.

 

Este cuerpo normativo es lo común a todas las religiones. Cuando la doctrina de una religión o de una filosofía incumple de forma sistemática alguno de estos mandatos queda incapacitada para llevar a Dios a aquellos que la practican y adquiere matices de secta.

 

Una vez que nuestro modus vivendi se desenvuelve acorde con nuestra naturaleza, la percepción de Dios y la forma de tratarlo adquiere distintos niveles, siendo en la religión Católica donde se da la plenitud de la Fe, porque se basa en el conocimiento de Dios que Él mismo nos ha revelado y de la forma que Él ha querido para nosotros.

 

El distinto conocimiento de Dios que nos da cada religión es similar al conocimiento que podemos tener de un personaje público según le conozcamos por fotografía, por televisión, por haberle saludado, o por tener trato habitual con él cada día. Todas las religiones que respetan los diez mandamientos permiten llevar al trato con Dios, si bien la Paz Interior,  el Amor y la Felicidad que se alcancen será muy distinta en unas religiones que en otras y dependerá también de las disposiciones interiores de cada cual.

 

En la segunda parte analizaremos qué ocurre cuando se altera el “modus vivendi” del decálogo y las vías que tiene el ángel caído, el gran usurpador, para ocupar el lugar de Dios y cómo con él desaparecen el bien, la verdad y la belleza y aparecen el dolor y el sufrimiento que le son propias.
 
 


 

 
 

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