Durante aquellos años Gints y yo realizábamos, junto con
otros cinco colegas, el mayor número de abortos de esta zona de Letonia. Yo
hacía, como promedio, uno al día.
Gints, además de ser mi esposo, era el Jefe de Departamento
del Hospital donde atendíamos cada año a cientos de mujeres que deseaban
abortar. Al mismo tiempo era diputado y formaba parte del consejo de
administración de varias empresas. “Nos iba bien”,
como suele decirse. Teníamos la suerte de trabajar juntos, ganábamos bastante
dinero y gozábamos de una cierta posición. Se cumplía en nuestras vidas uno de
sus grandes principios: “No hay nada que el
hombre sea incapaz de alcanzar con sus propias fuerzas cuando se lo propone de
verdad”.
Naturalmente, habíamos escuchado algunas críticas acerca de
nuestro trabajo, pero ni Gints ni yo, ni los cinco ginecólogos de nuestro
departamento, les hacíamos caso. Nos justificábamos interiormente diciéndonos
que actuábamos conforme a los criterios que nos habían enseñado en la Facultad de
Medicina. Es todo un proceso: al principio te repugna hacerlo, pero luego, a
medida que vas realizando abortos, el corazón se te endurece hasta que
adquieres una actitud cínica. Con frecuencia, tras realizar un aborto,
bromeábamos: “¡Después de esto nos vamos a
achicharrar en el fuego del infierno!”
Todo aquel mundo empezó a venirse abajo el día que comprobé
que Gints me había sido infiel con otra mujer. Sufrí mucho. No podía
entenderlo. ¡Teníamos dos hijos pequeños! Y llegó un momento en el que pensé que
la única solución posible era el divorcio.
Él me pedía perdón, y me decía que solo había sido una
aventura pasajera. No le creía; y sobre todo, no estaba dispuesta a perdonarle;
no podía perdonarle –pensaba- después de aquello. Discutíamos sin cesar, y en
los momentos de acaloramiento nos decíamos cosas terribles.
Él intentaba convencerme: “Silvija, te quiero; tenemos que arreglar esto, sea como sea. No
puedo perder a mi mujer, a mis hijos y a mi familia. Sois mi vida”.
Y nos encontramos los dos, por primera vez, con una situación que nos superaba
y que no lográbamos controlar con nuestras propias fuerzas.
Y también nuestro trabajo había entrado en crisis. Desde que
que nació nuestro primer hijo habíamos empezado a poner en tela de juicio desde
un punto de vista médico lo que nos habían enseñado en la Facultad sobre el
límite de las doce semanas, etcétera. Cada vez veíamos más claramente que
aquello no era un pedazo de carne, sino una verdadera criatura humana. Fue un
proceso muy duro, porque a nadie le resulta fácil reconocer que se ha
equivocado gravemente durante años.
Ese cambio de actitud no se produjo por motivos religiosos,
porque ni Gints ni yo éramos creyentes. No sabíamos nada de Dios, aunque a mí
me habían bautizado de pequeña en la Iglesia Católica. Tanto en la escuela como
en la Universidad habíamos recibido una formación radicalmente atea, de signo
marxista leninista, que habíamos asumido acríticamente, como la mayoría de los
jóvenes de nuestra generación.
Yo solo había oído hablar de Dios a mi abuela, que me
recordaba cuando era pequeña:
-No te olvides,
Silvija: Dios te está mirando. Dios te ve siempre. Actúa de forma que le
agrades.
Mi abuela era muy cariñosa conmigo, pero hacía algo que me
desconcertaba: cuando comenzaba a rezar el Rosario, sentada en su sillón y
sonriéndome, yo le pedía que jugara conmigo. Ella, tan solícita siempre, me
hacía esperar hasta que terminaba. Mientras tanto, yo le insistía una y otra
vez:
-Abuela, mira esto…
-Espera unos minutitos,
Silvija –decía siempre, en voz baja-, que ahora estoy rezando a la Virgen por ti.
Un día, cuando estábamos en plena crisis matrimonial, me
sucedió algo humanamente inexplicable. “Tengo que encontrar
a Dios”, pensé.
Siempre que cuento esto me suelen mirar como diciéndome: “Silvija, te has saltado un capítulo de la historia”.
Pero fue así: de pronto, Dios se hizo presente en mi vida y en la de Gints.
Él se puso en contacto por correo electrónico con un pastor
luterano muy conocido en Letonia, que le aconsejó que leyera los Evangelios. Yo
también lo hice, y empezamos a comentarlo entre nosotros. Eran las únicas
conversaciones que no acababan en discusión.
Un día el pastor le hizo ver que debía dejar de hacer abortos
definitivamente. Me lo comentó y estuve de acuerdo. Pero no nos podíamos conformar
con eso. Pensamos que además debíamos pedir que otros los hicieran. Hablamos
con los cinco ginecólogos que nos ayudaban y decidieron dejar de hacerlos.
Ninguno de ellos era creyente.
Mientras tanto había ido naciendo dentro de mi alma un afán
que pocos años atrás me hubiera parecido absurdo, extraño, incomprensible: el
deseo de comulgar.
Los católicos adultos, que han comulgado desde pequeños, no
pueden entender esto, lo mismo que las personas que no tienen fe. Cuando ese
deseo se apodera de tu alma, estás dispuesto a superar lo que sea con tal de
alcanzarlo. Te sientes como una persona perdida en medio del desierto, muerta
de sed, que divisa a lo lejos un oasis: a partir de entonces, el único objeto
de tu vida es llegar a él.
Tenía esta idea clara: solo podría perdonarme a mí misma y
personar a Gints si acudía a la ayuda del Señor en la Eucaristía. Solo Él
podría darme fuerzas para hacerlo.
Empezamos a prepararnos. El tiempo de catequesis se nos hizo
larguísimo; pero a media que avanzábamos en el conocimiento de la fe, Jesús nos
iba dando respuestas, con sus hechos y sus enseñanzas, a las preguntas que nos
habíamos formulado a lo largo de nuestra vida.
Gints hizo la profesión de fe y recibimos el sacramento del
matrimonio. Ahora, gracias a la Comunión y al sacramento de la Confesión
nuestra vida ha cambiado por completo. Eso no significa que no discutamos
nunca: pero Dios nos ayuda a seguir adelante.
A veces nos preguntamos por qué nos ha concedido,
precisamente a nosotros, esta gracia inmensa. Hay miles de médicos que realizan
abortos en el mundo. Hay miles de matrimonios que se rompen. ¿Por qué nosotros
no? Es un misterio.
Siguen viniendo mujeres a mi consulta que, después de haber
tenido uno, dos o tres hijos, desean abortar. Yo procuro tratarlas con respeto
y delicadeza, porque al igual que yo, no han tenido a nadie que les abra los
ojos; pero les digo la verdad: no se trata de extirpar un pedazo de carne.
-Eso que late dentro de tu vientre –les digo- es tu hijo. Y
yo no estoy dispuesta a hacer otro aborto jamás.
Las animo a tener ese hijo y a buscar soluciones. La gran
mayoría reaccionan bien; y cuando dan a luz se encuentran tan felices que no
quieren pensar siquiera en lo que me plantearon en aquellos momentos de
confusión.
Este cambio radical de nuestras vidas ha sorprendido a muchas
personas. Nos han invitado a hablar en el Parlamento y hemos estado en lugares
diversos explicando, con razones científicas, nuestra postura.
Estamos impulsando un movimiento a favor de la vida en toda
Letonia, que va dando fruto, porque hasta hace poco tiempo, en este país, la
cuestión del aborto parecía pacíficamente aceptada por todos. Era la
consecuencia de tantos años de
indoctrinación ideológica. Ahora se ha producido una especie de
despertar: muchos ginecólogos se están replanteando la cuestión y se ha abierto
un debate en la opinión pública
En cada aborto hay una vida que late con fuerza en el seno de
una madre y una mano que la interrumpe bruscamente, sirviéndose de un
instrumento de muerte.
En nuestra historia, ha sucedido al contrario: cuando todo
nos abocaba a la destrucción, propia y ajena, ha intervenido una mano que nos
ha salvado de repente.
¿De quién es esa mano? Lo voy intuyendo cada vez que recuerdo
a mi abuela, sonriéndome, mientras desgranaba el rosario con los dedos. Es una
mano de madre, que cura y sana; que da y protege la vida
Jose Miguel cejas cuenta,
en su libro “El baile tras la
tormenta”, que Silvija le contó este relato en su casa de verano, a las
orillas de un lago, en Letonia , el 25 de Julio de 2013. Valter le tradujo sus
palabras al castellano.
José Miguel Cejas ha
fallecido el pasado 4 de febrero de 2016. Quiero agradecerle este relato
pro-vida que alimenta nuestra esperanza. Y también agradecer a Ediciones Rialp SA que nos ha autorizado su publicación