En
otras ocasiones hemos comentado el devenir del Feminismo desde la Equidad hacia
el Género. Hemos apuntado que si bien el Feminismo en sus orígenes era “una batalla por la justicia y la
dignidad de la mujer”, en esta lucha, “la mujer, sin apenas percibirlo,
comenzó a renunciar a su propia feminidad, sin ser consciente del menoscabo que
esto implicaría a largo plazo para su libertad y su pleno desarrollo personal”.
Hemos
visto como el Aborto y la Ideología de Género se entronizaban en el Feminismo
en un supuesto Nuevo Orden Mundial que ya no se expone sino que necesita ser
impuesto por sus connotaciones contra-natura; mientras que surge también un
NEOFEMINISMO liberador para la mujer y también para el hombre, y capaz de
volver las aguas a su cauce.
Y hemos visto también, la
otra cara de la moneda, el varón no es inmune a toda esta simbiosis de una
sociedad feminizada, sino que padece en mayor medida los efectos del Feminismo
de Género hasta el punto de encontrarse en una verdadera crisis. En esta
ocasión vamos a hablar de aquellas ocasiones en las que la Mujer, a consecuencia
de la influencia del feminismo de género en la sociedad, no permite el
ejercicio de la función paterna. Y lo hacemos de nuevo de la mano de María Calvo
Charro en su libro Alteridad Sexual. Razones frente a la Ideología de Género
con el capítulo.
CUANDO LA MUJER NO PERMITE EL EJERCICIO DE LA
FUNCIÓN PATERNA
Actualmente, muchos padres se hallan
distanciados de sus hijos por la interposición materna; padres que han sido desplazados de su paternidad por
la propia mujer, que desconfía abiertamente de la sensibilidad
educativa masculina, debido a su presunta falta de calidad en la relación
con los hijos. Madres que sienten que compartir los espacios integrales de la
crianza es ver debilitado su rol materno y, en consecuencia, un pilar
fundamental de su feminidad y autoestima (Sinay, 2012).
Algunos
padres describen a sus hijos como «Secuestrados» por su mujer,
con el objetivo de evitarles su supuesta influencia negativa. Como señala Poli,
en estas circunstancias, se crea una alianza madre-hijo: «están siempre
de acuerdo, se respaldan y defienden el uno al otro, ateniéndose a un pacto no
escrito de defensa recíproca ... Mujer e hijo se mueven como perfectos aliados
... Progresivamente el padre queda encasillado en la figura del perdedor y
queda encerrado en el estereotipo
del malo, de persona con un carácter insoportable... Se
sentirá generalmente en minoría hasta acabar recluyéndose definitivamente en
sí mismo» (Poli,2012: pp. 29-30).
En
estos supuestos, el padre es el inoportuno, el no deseado, aquel que no tiene espacio entre la madre y el
hijo. Debe ser el espectador benévolo de la pareja
madre/hijo»(Anatrella, 2008).
Muchos
padres que no son valorados o tenidos en cuenta, calificados de patosos o
torpes, criticados o considerados estorbos en la educación de sus hijos
por sus propias mujeres, optan por apartarse y dejar esta competencia en
manos de la madre. Cuando esta prefiere hacerlo todo ella sola, cuando no
desea la intervención del hombre, al que considera poco fiable, cuando
infravalora la figura masculina en el hogar, el padre acaba cediendo toda la
responsabilidad educativa a la madre y, al no sentirse necesario ni
querido, busca en el trabajo o fuera de casa la valoración que precisa como
persona.
Muchos
hombres se sienten como héroes en un trabajo
donde son altamente valorados y admirados como personas
eficaces y virtuosas. Sin embargo, al llegar a sus casas, pasan a un segundo
plano, prácticamente son ignorados o resultan poco significativos para su
mujer e hijos. Al volver al hogar experimentan sensaciones de vacío y soledad,
por lo que optan por aislarse o refugiarse en el trabajo.
Esta ausencia, física o
psíquica, del padre es nefasta para el
desarrollo equilibrado de la personalidad de los hijos,
ya que la relación madre-hijo funciona como un universo cerrado, una relación
de pareja que se repliega sobre sí misma y que perjudica el equilibrio psíquico
de ambos. En estas circunstancias, el padre no juega su papel de «Separador»
que es el que, precisamente, permite al niño diferenciarse de la madre, y se
produce una insana mutua interdependencia madre-hijo. La relación madre
hijo es una relación de fusión. «El hijo no es más que un pedazo de la madre y
el padre no es nada» (Sullerot, 1993, p. 221).
Además, el hijo varón
que ha tenido una relación excesivamente estrecha con su madre acaba sintiéndose «devorado» por esta, y en
la adolescencia la ve como un impedimento a sus deseos de autoafirmación y
masculinidad y suele reaccionar contra ella con desprecio y agresividad.
Es probable que en la pubertad el chico utilice la violencia-transgresión para
afirmar su propia existencia. Una vez adolescentes, muchos de aquellos niños no
tienen otro medio de probar su virilidad más que el de oponerse a la
mujer-madre, incluso por medio de la violencia. En palabras de Anatrella: «cuando
el padre está ausente, cuando los símbolos maternales dominan y el niño está
solo con mujeres, se engendra violencia» .
Las
madres no logran hacerse obedecer e incluso, en ocasiones, llegan a ser agredidas
por un hijo al que no han puesto límites. En este sentido, señala Cordes que
quien busca los motivos de la predisposición hacia la violencia solo o
principalmente en factores socioeconómicos se queda en la superficie del
problema. Se queda satisfecho con una teoría de socialización de cortos vuelos
(H. D. Koning); infravalora el influjo de la familia y el enorme efecto del
comportamiento paterno, pasando por alto la influencia decisiva de las
relaciones intrafamiliares (Cordes, 2004). Gurian advierte de la sólida
relación estadística existente entre los niños problemáticos y violentos y los
niños sin padre (Gurian, 1999).
Cuando
las madres no valoran a los padres, no los tienen en cuenta, no son significativos
para ellas, los recluyen en un segundo plano y no les permiten ejercer como padres
estricto sensu, acaban provocando en los hijos personalidades
narcisistas, egoístas, individuales, ajenos a las necesidades de la familia
y la sociedad, niños tiranos con todos los derechos y ningún deber, pues la
madre y su función materna no es, por lo general, capaz de limitar los deseos
de omnipotencia del niño. En palabras de Poli, «Se crean las condiciones psicológicas
de insaciabilidad típicas del hijo que siempre quiere más, que no está nunca
contento con lo que tiene y no valora lo que posee» (Poli, 2012, p. 116).
Estos
niños luego, en la edad adulta tendrán dificultad para ejercer debidamente
la paternidad por falta de ejemplos masculinos equilibrados.
Según
el sociólogo Peter Karl, los niños que pasan más del 80% del tiempo con
mujeres, en la madurez no saben cómo actuar como hombres. Estos
jóvenes crecen como padres deformados porque a ellos mismos se les privó de un
comportamiento paterno ejemplar. Y es absolutamente erróneo pensar que la
función materna puede llenar ese vacío. El padre es la «no-madre» que ha de
mostrar al hijo cómo funciona el mundo y cómo ha de encontrar su lugar en él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario